viernes, 3 de diciembre de 2010

Por si acaso.

Me da la impresión de que el tiempo no es algo que el género humano domine especialmente. O sí; al menos en el día a día, en la vida cotidiana. Pero no sé qué pasa, que al mezclar tiempo y dinero las cosas se complican irremediablemente.
Todos conocemos los problemas que ha habido con esta invención humana de tener en cuenta el dinero que no se tiene hoy, sino el que se tendrá mañana. No entraré ahora con ese tema, salvo para recordar que en el futuro no hay nada seguro y que se trata de una invención que solo puede traer problemas.
Pero ni en el supuesto de que alguien pretenda vivir sin tener demasiado en cuenta el factor tiempo, no es fácil. Parece haber una especie de ley natural por la cual todo aquel dinero que ha de recibirse es susceptible de sufrir retrasos y en cambio todo aquel dinero que ha de pagarse es susceptible de sufrir adelantos. Pongamos ejemplos que a todo el mundo le sonarán enseguida. El sueldo, que es dinero a recibir. El sueldo baja, o se retrasa, o ambas cosas al mismo tiempo. La factura de la luz, que es dinero a pagar, sube y se cobra por adelantado. Muy por adelantado. Quiero decir que se inventan un consumo que tendrás dentro de unos cuatro o cinco meses y te lo cobran YA. Y cuando reclamas te dicen que ya no te lo cobrarán más, y luego vuelven a inventarse un nuevo consumo exorbitado y te vuelven a cobrar por lo que, presumiblemente, gastarás en el futuro. Y así vamos.
Ni que Endesa estuviera al borde de la quiebra. Ni que Endesa tuviera que verse obligada a engañar a la gente para sobrevivir. Ah, no. Calla, calla, si resulta que Endesa estaba ganando tres mil millones de euros este año. Qué cosas.
Parece que alguien tenga la esperanza de que el futuro nunca llegue. Si el tiempo se parara hoy mismo, habría tanta gente que no ha cobrado por lo que ha trabajado y que, en cambio, ha pagado por cosas que no ha recibido todavía.
Por favor, con lo fácil que es estar al calorcillo de unos pelos rizados sorbiendo un poco de sangre aquí y otro poco allá. No hace falta pensar tanto en el futuro. Si se puede sorber sangre, se sorbe. Y si no, a buscar un nuevo huésped. Y punto. Así de sencillo.

Hambruna.

Es curioso cómo la gente es capaz de cambiar su comportamiento en circunstancias muy determinadas. Más aún cuando es algo que puede ocurrir en masa. Quiero decir, que muchas personas, distintas entre ellas, entran en un lugar en concreto y automáticamente se producen un cambio en la manera de comportarse de todas ellas. Uno de esos lugares es el llamado “bufet libre”.
A ver. Pongámonos en antecedentes. Cuando un humano siente la necesidad de alimentarse lejos de su hogar, sigue el siguiente procedimiento: acude a un lugar atestado de gente donde quizá tenga que esperar para que le acomoden, luego se sienta, medita durante inexorables minutos qué es lo que quiere comer (con el misma intensidad y desesperación de quien no tuviera la posibilidad de volver a comer en la vida), espera a que le sirvan, come un primer plato, espera de nuevo, come un segundo plato, espera de nuevo, come un postre, espera de nuevo y bebe un café. En resumidas cuentas, el energúmeno en cuestión ha ingerido siete veces más de lo que necesita su cuerpo (cosa que explica la existencia de espantosos ejemplares de seres humanos rodeados de grasa), ha pagado diez veces más de lo que se habría gastado de no haber salido y además ha invertido cinco veces más tiempo. Por cierto, es un ritual ilógico; la gente vive obsesionada con el ahorro del tiempo, el dinero y las calorías, pero van a comer a esos lugares en los que incumplen con ese ahorro y demuestran ser criaturas incoherentes en conflicto consigo mismos.
Pero bueno, me estoy desviando del tema. La cuestión es: ¿por qué en esos lugares llamados “bufet libre” la gente se vuelve literalmente loca?
Nada más entrar en esos sitios, los humanos parecen como imbuidos por una especie de prisa sin igual. Hay que coger un plato lo antes posible y lanzarse sobre la comida como si fuera a agotarse en segundos. Los unos se esquivan a los otros con presteza, incluso ignorando los codazos (que en otras circunstancias provocarían un instante de miradas y de disculpas, pero dentro de tan singular lugar la gente tan solo tiene ojos para las bandejas de comida). Habitualmente, se siguen tácticas de presión para acceder con la mayor rapidez a los alimentos. Uno se suele poner justo al lado de quien está en posesión de las pinzas casi sagradas con las que se llena el plato, y se acerca hasta el punto de empujarle para que deje de usarlas lo antes posible. A alguno la desesperación le lleva a meter el brazo por donde pueda y coger las cosas con los dedos. Si, si: con los dedos.
También hay una tendencia obsesiva por mirar lo lleno que está el plato de los demás y por criticar a su portador según el contenido. Se puede hacer una crítica por exceso, en cuyo caso se le tacha de mórbido obsesivo, o bien por defecto, en cuyo caso se le trata directamente de idiota: “¿para qué habrá venido éste a un bufet libre?”. Incluso cuando uno está sentado, comiendo lo más atropelladamente posible para volver a levantarse de inmediato a por más, no hace mas que mirar a uno y a otro lado para ver qué llevan los demás.
Luego tenemos a los típicos que sacrifican la variedad en pos de la apariencia. O sea. Los que buscan el producto más caro y se lo llevan casi entero. Lo plantan en mitad de la mesa, que se vea bien, y lo acompañan con absurdas hojas de lechuga. No se sabe muy bien si esto se debe al ansia de sacar el máximo rendimiento por el precio pagado o bien si se trata de una mera cuestión estética, del tipo “mira, yo solo ingiero lo mejor, no como vosotros que os lo metéis todo”.
Están los señores de escasa movilidad (de estos que a cada paso parecen querer demostrar con ciertos movimientos involuntarios que, efectivamente, el universo es curvo), que no hacen más que levantarse una y otra vez para llenar su plato de carne. Y de patatas fritas. Y de carne. Y de “cocretas”.
Tenemos a la señorita que gusta de compartir ensaladitas y que allí (y solo allí) comete la tropelía de comerse una entera ella sola. O la señora entrada en años para la que se inventó esa norma de no poder llevarse la comida a casa.
Tenemos también al típico señor mayor con gafas que ya ha terminado de comer y que se dedica a mirar con asombro y espanto cómo las gargantas de los demás engullen sin piedad, mientras piensa para sus atónitos adentros “donde me he metido”.
Y por último, los niños. Contrariamente a lo que cabría esperar, y quizá por una vaga sensación de que alguien tiene que poner un poco de raciocinio sobre tanto descontrol, los niños son los que se comportan de un modo más comedido y respetuoso.
En fin. Un montón de comportamientos dignos de merecer sesiones varias de atención psicológica o psiquiátrica, de no ser porque una vez se sale de allí, las personas aparentemente vuelven a ser lo que eran. Eso sí, con el estómago lleno y la sangre bien nutrida, lista para consumir.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Personas, no animales o cosas.

Pues eso. Es el último grito en publicidad. Ahora los bancos y las grandes empresas energéticas nos aclaran en sus anuncios que ellos también son personas. Ya. Bueno. Creo que nadie tenía dudas acerca de ello. Por supuesto, no imaginaba que las eléctricas de nuestro país estén siendo gestionadas por mandriles, ni que los bancos estén siendo llevados por comadrejas. En todo caso lo que cabría discernir es la categoría de dichas personas.
De modo que ya lo sabéis. Cuando tengáis que llamarles para reclamar, pagar facturas abusivas o comisiones sacadas de la chistera, recordad que ellos también son personas. Concretamente, ladrones.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Campeones.

La Formula-1 ha cambiado. Antes este deporte (o lo que sea) era más bien aburrido; dos se peleaban por el título y a media temporada ya sabías quien iba a ganar: el de siempre. Ahora es entretenido, pero fastidioso al mismo tiempo. No sé por qué razón, el título lo acaba ganando el niñato más malcriado e irresponsable.
Este año ha sido así, y por lo visto no es ninguna novedad. No hay más que mirar quien ha ganado los últimos mundiales para echarse las manos a la cabeza. De la lista solo se salvan Button y Raikkonen, que son lo más parecido a lo que debería ser un piloto serio y normal: conducir, ganar, sonreír, boquita cerrada, respeto a los compañeros, a los rivales y a la escudería que les pone combustible en el yate. El resto son una pandilla de indeseables.
A Hamilton deberían prohibirle salir de casa, ya no solo por el bien de sus compañeros de especialidad, sino por el bien de la humanidad misma. Vettel, el de este año, es el elemento más estúpido y arrogante de la parrilla: nadie le ha dado un Renault Twingo para competir después de haber jodido a su escudería y a su compañero por niñerías (y nadie le ha dicho que debería dejarse el casco puesto el mayor tiempo posible). Y hace unos años Alonso ganó dos mundiales. Un Alonso que en aquellos tiempos era bastante detestable y que ha tenido que ir ganando humildad y seriedad a base de palos.
Alguien debería decirle que vuelva a ser como antes, los pilotos simpáticos y dicharacheros ya no triunfan. Ahora hay que llorarle a tu patrón si no te pones por encima de tu compañero de equipo por méritos propios. Hay que echar las culpas a los demás cuando algo ha salido mal, a todos. Hay que buscarse una novia histérica y anoréxica para llevarla a todas las carreras a lucir sus uñas postizas y su cara de “sufro por mi chico porque me paga todos los caprichos”. Hay que saltar de alegría y abrazar a todo el mundo cuando ganas y hacer pucheros cuando gana tu compañero de equipo (repito: compañero). Hay que saltarse las leyes cuando conduces fuera de los circuitos. Hay que llevarse al padre a las carreras para que te de un caramelito si lo has hecho bien y para que te de un caramelito si lo has hecho mal. En definitiva, hay que ser todo un campeón.
Luego dicen de la Esteban, que da mal ejemplo y esas cosas.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Dudas de fe.

Lástima. Me ha sido imposible acudir a la visita del Papa a Barcelona. Con la de cosas que tenía por preguntarle.
¿Tienen las monjas alguna atribución divina para limpiar los altares? ¿Los pensamientos impuros tienen que ver con alguna obsesión por las manchas de grasa o la acumulación de polvo?
¿Por qué tanto empeño en que no hay que utilizar el condón? ¿Para que proliferen los embarazos? ¿Para que se conciban muchos niños?

Si Dios decide sobre la vida y sobre la muerte, ¿por qué en la antigüedad quemaban a las señoras con gatos? ¿No podía haberlas matado Él?
¿Dios perdona a los pederastas y no perdona a las señoras que abortan? ¿Será por que a Dios le gusta que nazcan muchos niños?

Si Darwin hubiese inventado el motor de combustión… ¿el Papamóvil iría tirado por caballos? ¿O funcionaría por combustión divina?
Cuándo al Papa le duele la cabeza… ¿qué hace? ¿Se toma una aspirina o se encomienda a Dios? ¿Hay farmacias en el Vaticano?
Si un obispo se rompe una pierna… ¿qué hace? ¿Ponerla en remojo en la Pila Bautismal? ¿Orar? ¿Acudir al hospital?
¿Hay hospitales en el Vaticano? ¿Para qué? ¿Será por que les gusta que haya muchos niños creciendo sanos?

Vaya hombre, parece que siempre llego al mismo punto. ¿Será cosa mía?

Escritor con ánimo de lucro y lascivia.

Voy a escribir un libro. No será una novela autobiográfica, por supuesto. ¿Qué interés iba a tener una vida tan penosa como la mía? En realidad este libro que tengo en la cabeza es más bien una inversión de futuro. A muy largo plazo, eso sí.
Se trataría de contar la historia de una virtuosa ladilla que sufre de las injusticias de nuestra sociedad actual y que logra sobreponerse a todas ellas gracias a una serie de sucesos hilarantes e inexplicables. Aquí viene lo importante, y es que el éxito de mi historia depende de hasta qué punto logre convertir dichos sucesos en hechos probados. Es muy sencillo, solo tengo que hacer que la historia transcurra en un contexto lo más realista posible y, sobretodo, utilizar un recurso llamado “fe”, que convierte de forma casi automática la ciencia ficción en historia de la humanidad. Si lo hago bien no solo seré creído, además conseguiré que mi ladilla virtuosa sea admirada hasta el punto en que todos deberán de hacer lo que ella hacía o decía. ¿No sería genial? Imaginemos, por ejemplo, que no me gusta el atún en escabeche y que por alguna desdeñosa razón no quiero que nadie lo consuma en los próximos miles de años. Bastaría con incluir algún episodio en el que la ladilla virtuosa le atribuyera propiedades pecaminosas y listo.
Pensando en lo que podría pasar dentro de unos años, se me dan la vuelta los ojos: los beneficios que podría obtener serían tan grandes que apenas puedo llegar a imaginarlos. Mi personaje sería retratado de todas las formas y maneras posibles, harían millares de edificios en su honor, las madres le canturrearían con devoción… y lo más importante, mis lectores acabarían pensando que sus vidas actuales no son más que un vulgar tránsito en el que no van a necesitar bienes materiales, los cuales serían convenientemente recaudados por los mismos que promulgamos dichas ideas. Menudo negocio.
De todas formas, cuantas molestias me voy a tomar para nada. Al final me temo que la rentabilidad tardaría demasiado tiempo en llegar, lo más probable es que no llegara a sacarle partido en vida. Y que dentro de dos mil años unos pocos afortunados puedan enriquecerse a mi costa, o cometer delitos sexuales con total impunidad y aprobación, no es algo que me motive demasiado.

lunes, 1 de noviembre de 2010

El comodín.

Qué pronto se acostumbran los humanos a todo. Durante largos años de bonanza la gente vivía bien y nadie se quejaba. Hasta que, de repente irrumpió la famosa crisis y todo se fue al garete. Bueno, con “todo” me refiero a esto de vivir por encima de las posibilidades de uno, cosa que hacía prácticamente todo el mundo. Los primeros tiempos de la crisis fueron tremendos, pero ah... el género humano ostenta una capacidad sin par cuando hay que adaptarse a situaciones adversas (bueno, en realidad no se adaptan, se aprovechan de ellas).
En un principio la crisis era cosa de un año. Luego de dos y después de cinco. Ahora parece haberse generalizado la opinión de que las cosas nunca volverán a ser como antes. Pero no pasa nada, a estas alturas la crisis ya no es un problema, es la solución a todos los problemas. Al fin y al cabo, las cosas iban muy bien cuando se vivía sirviéndose del (supuesto) dinero del mañana, pero la crisis ha descubierto un modo todavía mejor de vivir: sin dinero. Así de simple. Así de cómodo. Y cuando digo “vivir” me refiero a hacerlo como antes, sin quitarse de nada.
La crisis es el pretexto para todos. Es el pretexto perfecto para ti, empresario, que durante los años de bonanza has vivido como un rey, y que ahora puedes esclavizar a tus empleados como más te guste: puedes reducirles el sueldo o hasta no pagarles (la cosa está muy mal, lo entenderán). Ellos pagarán ahora el nivel de vida del que disfrutaste cuando las cosas iban bien (un nivel que hay que mantener a toda costa).
Es el pretexto perfecto para ti, ladrón de poca monta, que puedes romper los cristales de los coches con impunidad. Al fin y al cabo los funcionarios (policía incluida) ya no se esmeran como antes; también para ellos es el momento perfecto para no esforzarse. Es el momento, estimado funcionario, de no-trabajar sin que para ello haya que dominar el complejo arte del disimulo. Un pequeño ajuste del sueldo es motivo más que suficiente y conocido.
Es el pretexto para ti, desvergonzado, que siempre has soñado con no pagar por los servicios que te dan o por las cosas que compras. Llama para que vengan a repararte el ordenador, es el momento propicio. Luego, cuando tengas que pagar la reparación, ya no tendrás que decir que el ordenador no ha quedado del todo bien (aludiendo a razones vagas y poco claras). Di que no te gustaba el técnico porque tenía pelos en las orejas, o simplemente di que no tienes dinero. Pero sobretodo no pagues, hombre, no seas tonto.

Se dice que cuando no hay dinero sale a relucir lo peor. Menudo panorama nos espera, porque es precisamente lo peor lo que saldrá adelante de todo esto.

viernes, 29 de octubre de 2010

El secreto.

El otro día pensaba en cómo hacerme rico. Mira que le di vueltas y vueltas, pero nada. No tengo ningún pariente adinerado, no me gusta trabajar y aborrezco la lotería. Sin embargo, aún me quedan esperanzas, como por ejemplo averiguar el oscuro secreto que se oculta tras los contratos subliminales.
Creo que ya sabéis lo que quiero decir. Si, hombre, lo usan esas empresas que de alguna forma consiguen meterse en las cabezas de la gente y les provocan un interesante bloqueo mental cada vez que uno contempla la posibilidad de rescindir el contrato con ellas. ¿Cómo lo harán? ¿Llevarán oculto en la letra pequeña una especia de mensaje hipnótico? ¿Se aprovecharán del inherente miedo-a-lo-desconocido? ¿Más vale estafador conocido que ganga por conocer? Efectivamente, debe de ser algo relacionado con el miedo, pues el terror que asola a los humanos en cuanto valoran la posibilidad de dejar de ser robados es tremebundo. Y completamente ilógico.
Si pudiera dar con su secreto me forraría; ayer se me caía un hilillo de baba al pensar en ello. Imaginaros que montara… no sé, una peluquería (¿porqué se me habrá ocurrido precisamente una peluquería?). Primero me haría un nombre, me forjaría una fama y poco a poco iría inoculando en mis clientes el lucrativo veneno del terror a lo barato. Les cobraría un pastón, pero ellos se irían de allí contentos, pensando que gracias a ello su alopecia remite, sus rizos son más rizados y sus extensiones más extensas. Conseguiría que pensaran que su pelo tiene el anhelado brillo-espejo-y-tacto-cashmere (con lo bonito que es un pelo sucio, es más entretenido para vivir en él). Y lo mejor de todo es que mis clientes jamás se dejarían convencer para cambiar de peluquería. Ante cualquier comentario del tipo “aquella peluquería de allí es más barata y te hacen lo mismo”, mis clientes responderían sin titubeos que la suya es la mejor. No dudarían ni aún en el supuesto de que toparan con alguien que además de ser sano fuera extraordinariamente elocuente, porque en cuanto mi cliente se encontrara sin argumentos saldría a relucir la prueba más clara de que el bloqueo mental es infalible: diría "algo habrá".
Algo habrá. ¡Algo habrá! Esa es la clave, ese es el mensaje que hay grabado en las cabecitas de las pobres personas. Pero no consigo saber cómo lo graban, no consigo averiguar el gran secreto. Empresas de telefonía, bancos, aseguradoras… todos lo tienen y yo no. Qué rabia. Tendré que seguir siendo pobre.

lunes, 12 de julio de 2010

Veranito.

Ya estamos. Llega el verano. Como si se tratara de un fenómeno de la naturaleza, un extraño mecanismo se activa cuando las temperaturas se elevan a las cotas esperables en estas fechas y latitudes. No se sabe muy bien cómo ni porqué, empiezan a repetirse una serie de hechos inexplicables y comienzan a cumplirse a rajatabla unas normas que nadie sabe quién inventó (afortunadamente para éste).

La primera de ellas afecta al lenguaje. Aunque en los medios escritos sigue constando como válida la palabra “fresco”, la gente no parece reconocer dicha palabra sin un gran esfuerzo. Ha sido substituida por “fresquito”.

Los intrépidos reporteros televisivos que amenizan nuestras tardes de hastío se sienten imbuidos por una extraña fiebre que les lleva a buscar con presteza todas las dietas habidas y por haber, como si de repente la gente hubiera olvidado que existen, o que las de otros años siguen siendo válidas.

Los directores de informativos se vuelven incrédulos repentinamente, pues comprueban con firme obsesión qué temperatura hace (fuera de los estudios, claro), como si no dieran crédito a que haga calor en Agosto. En su desesperación por intentar convencernos de que este hecho es una noticia remarcable, siempre acaban sacando del sombrero algún inexplicable record de temperatura que no se superaba desde hace cincuenta años (¿salvo el año pasado? ¿Y el otro…?).

Luego están esos seres oscuros que desde sus escondrijos nos dicen con entusiasmo cual es la canción con la que van a torturarnos sin descanso, a base de insufribles repeticiones. ¿Quiénes son? ¿Porqué tiene que haber “canción del verano” si no hay “canción del otoño”? ¿O es un instrumento más de idiotización de las masas? De otro modo no se explicaría que sea escogida (todavía no sé muy bien cómo), de entre un penoso elenco de ritmillos a cada cual más cansino y aborrecible. Como si fuéramos idiotas, esos seres oscuros de pretensiones inciertas nos convencen de que es una música facilona y… fresquita (es en lo que hay que fijarse para que te guste una mierdecilla semejante, claro).

Y por supuesto, están aquellos humanos que son intrépidos y aguerridos en sus ciudades pero que adquieren una espontánea senilidad al volante en cuanto se trasladan a su lugar de vacaciones, aunque sea el de cada año y se lo conozcan al dedillo. Ni siquiera los avances de la tecnología (en forma de TomTom o similar) pueden evitar este fastidioso fenómeno.

Todo ello es aceptado con resignación y sin medidas paliativas. Se lucha contra el calor con los aires acondicionados, pero no se lucha contra el resto de inconvenientes de esta particular estación, todos ellos impuestos sin que nadie pueda encontrar un culpable o buscar una sana alternativa.

viernes, 11 de junio de 2010

Payasos.

¿Por qué la gente gesticula innecesariamente?
¿Cuántas veces habréis visto a alguien charlando animosamente por el móvil, con una mano pegada a la oreja y con la otra ejecutando lo que parece "el calentamiento antes de una sesión de natación sincronizada"? ¿Estarán todos ellos hablando con Gemma Mengual? ¿Se les habrá metido una araña entre la espalda y la ropa?
¿Y los conductores? ¿Cuántas veces habréis visto (desde una distancia prudencial, o no) que lo que debería ser la sombra de una prudente cabecita que se adivina tras el respaldo, en realidad es un malabarista de naranjas?
Una cosa es que vayas canturreando una canción, o que mires a la persona que tienes en el asiento del copiloto un momentito, pero a ver, no hace falta mirarla constantemente, ni hacer gestos sin parar con una mano, o hasta con las dos. ¡Que ya te oye, tío, ya te oye!
(Curiosamente el copiloto, que no tiene porqué contener su movilidad, bien podría ser un coco atado al reposa-cabezas.)
Los interrogantes me atosigan sin parar. No sé cual será la respuesta. ¿Epilepsia leve y localizada? ¿Eran hiperactivos de pequeños y todavía necesitan moverse sin parar? ¿No han tenido tiempo de ir al gimnasio?

¿Será que cuanto menos puedes moverte más lo necesitas? Los humanos sois así de caprichosos. Basta con tener las manos manchadas con algo, o con coger un peso con ambas manos, y os empieza a picar la nariz (ante tal situación, por cierto, hacéis unas muecas que en mi precaria situación son bastante molestas).

Mientras busco la respuesta (a modo de experimento) he comenzado a recitar esto que escribo al tiempo que muevo dos de mis patas. Las dos de delante, que de las seis que tengo son las que menos me sirven para sujetarme. Pero me siento tan pava… pese a estar sola aquí arriba, miro a un lado y al otro y devuelvo las patitas a su sitio, disimulando el rubor.

miércoles, 2 de junio de 2010

La frase de moda.

Ya llevo un tiempo viendo la tele con asiduidad; concretamente, cada vez que lo hace mi anfitrión (es el inconveniente de vivir aferrado a una pestaña: o ves lo mismo que él o te pones de culos).
Hasta hace poco tenía la teoría de que para ser tertuliano en los debates bastaba con tener una opinión inamovible, más un cierto carácter gallináceo (no por lo cobarde, más bien en el sentido de “qué placer siento aleteando y cacareando delante de estas inocentes criaturas que no paran de decir sandeces). O eso, o tener una carrera musical de dudoso éxito y haber presentado algún que otro programa con tintes culturales, pero eso más bien es la excepción.
También se valoraba mucho un cierto grado de contagio de actitud, algo que es muy común en el mundo animal: ese comportamiento gregario que te lleva a imitar instintivamente a tu semejante, aunque no sepas muy bien lo que está pasando. Del mismo modo que una oveja se asusta cuando ve que otra está aterrada, el tertuliano se altera en cuanto uno de sus semejantes comienza a alzar la voz, de modo que en cuestión de pocos segundos están todos gritando para sí mismos, alzando las barbillas e incluso haciendo gestos teatrales.

Lo que me llama la atención es que las cosas están cambiando. Están volviendo los debates “serios”, las tertulias de gentes aparentemente civilizadas, sin los genes gallináceos u ovejiles tan solicitados antaño (aunque es probable que sean portadores recesivos de éstos).
Ahora lo que está de moda es ir bien vestido, permanecer inerte en el asiento y aparentar que escuchas atentamente a los demás. Y, sobretodo, hacer gala de esa frase tan pomposa y que tanta rabia da, esa frase a la que suelen recurrir señores de ropajes grisáceos y papada generosa: niego la mayor.
¿No da rabia? Yo cada vez que la oigo me agarro al pelo con tanta fuerza que cualquier día lo voy a crujir.
Niego la mayor. Niego la mayor. Es una frase con la que se dicen tantas cosas en un santiamén:
- Digas lo que digas, no es verdad (por supuesto).
- Que bien quedo cada vez que lo digo. Cómo se nota que he estudiado en un colegio del OPUS. Voy a recostarme sobre el respaldo y a levantar una ceja.
- ¿Qué será un silogismo? Me suena de algo, pero…

Por desgracia, las seis patas las necesito para asirme a la pestaña, de modo que no puedo taparme los oídos y dejar de oír. En estos casos, incluso hecho de menos los contagios ovejiles.

martes, 1 de junio de 2010

Protección de la progenie.

El otro día me estuve fijando en cómo las madres humanas llevan a sus crías al colegio, y me quedé con una sensación extraña. Definitivamente, hay algo que escapa a mi entendimiento en este asunto.
Por alguna razón que desconozco parece ser que se trata de una actividad que entraña cierto peligro, cosa que deduzco por el perpetuo rostro de preocupación de las madres y por el extraño modo en el que actúan. Para empezar, se hace necesario acudir al lugar con un vehículo de tracción a las cuatro ruedas, a ser posible de medidas estratosféricas. También parece un indispensable detener el vehículo justo frente a la puerta del colegio (quiero decir que no basta con estar detenido a un coche de distancia para dejar al niño, sino que hay que esperar a que la primera de la cola termine el desembarco para luego colocarse en la puerta e iniciar el propio). El proceso que sigue es el siguiente: la madre baja del tanque como imbuida por una extraña agitación que alguien podría confundir con la “prisa”. Se dirige a la puerta trasera para abrirle la puerta a la cría, quien no parece ni dispuesta ni capaz de abrir la puerta por sí sola, y comienza a desencadenarlo del asiento. Luego, la acompaña hasta el suelo (este punto tiene cierta lógica si tenemos en cuenta que, por sí sola, la cría necesitaría de una escalera para bajar de semejante vehículo). Una vez en el suelo, la madre escruta en las oscuras profundidades de la parte trasera del coche, por si el retoño se ha dejado algo de vital importancia, y comienza una especie de ritual inevitable que consiste en:
1- Ponerse de cuclillas para colocar convenientemente las asas de la cartera en los hombros del niño.
2- Mirar dentro de la cartera para asegurarse de que tendrá suficientes alimentos como para mantener su nivel de colesterol por las nubes.
3- Hablarle como si tuviera dos años menos y darle un mínimo de tres besos, que el niño suele recibir con resignación.
4- Cuando el niño empiece a irse, llamarle de nuevo para recordarle algo muy importante para ella, pero que para el niño no parece serlo en absoluto.
5- Permanecer inerte hasta que el niño desaparece de su campo visual, momento que suele coincidir con la entrada de éste en el edificio. Hasta ese instante, mantener un rictus facial como el de alguien que observara con impotencia el recorrido de un jarrón arrojado desde un tercero.
6- Tras un par de segundos de vacilación, dirigirse hacia la puerta del conductor, pero antes dirigir una fría mirada hacia la imponente cola que ha ocasionado su ritual (diario). En ese momento suele ocurrir que la progenitora aparente no ver nada, o bien que mantenga una actitud cuasi hostil, nacida de una especie de espíritu de competencia bastante difícil de definir.
Seguiré investigando dónde se ocultan éstos peligros que no logro adivinar. Aunque quizá tenga algo que ver con la lluvia, pues el mal tiempo acrecienta éste tipo de conductas y las exagera hasta lo ridículo. En cualquier casi, empiezo a plantearme que quizá no se vive tan mal colgado de una triste pestaña.