miércoles, 23 de marzo de 2011

Señores con flores.

Vuelven las movilizaciones. Vuelve el “No a la guerra”.

Es poco discutible que la palabra “guerra” tiene connotaciones negativas, ganadas a pulso durante miles de años de historia. Principalmente porque en la guerra, entre otras muchas cosas, muere gente. Mucha gente. Podemos simplificar y dejar de lado todas las demás cosas que puede implicar (los vencidos, las represalias, etc).
Sin embargo, las guerras ya no son lo que eran. Una guerra ya no es una contienda en la que dos países (más o menos) vecinos plantan sus ingentes cuerpos de infantería en un campo abierto, uno frente al otro, y se matan los unos a los otros hasta que haya un vencedor. Y después, los vencedores no van a los pueblos de los vencidos a matar, violar y torturar a la gente que queda. Las guerras ya no son necesariamente así. Dejando de lado las razones (muy discutibles) que llevaron a Estados Unidos a atacar Afganistán, no se puede afirmar a la ligera que han ido a matar a los afganos, o a conquistarles, o a imponerles la constitución americana (Biblia incluida).

Entonces, vayamos al grano. ¿Porqué hay gente en contra de la actuación de algunos países en Libia? Digo actuación, porque decir “guerra” no se ajusta muy bien a la realidad si tenemos en cuenta que allí ya había guerra antes. Si, podemos discutir muy mucho sobre las razones que tiene cada uno para haber llevado sus misiles y sus aviones allí, pero en cualquier caso, ¿no están impidiendo que se cometa un genocidio?
El señor Gadafi había afirmado que estaba a punto de pasar a cuchillo a todos los rebeldes que seguían vivos; los que todavía no habían muerto bombardeados o de cualquier otro modo. Si no se hace nada, se critica la pasividad del imperturbable mundo occidental y la interesada lentitud de la burocracia internacional. Si se hace algo, de inmediato salen señores con flores en la mano diciendo “¡No a la guerra!”. Y yo me pregunto. ¿Estos señores están de acuerdo con que se extermine a los rebeldes? ¿Van a ir ellos cuchillo en mano a cumplir con las amenazas que Gadafi vociferaba? ¿O ellos habrían actuado de otro modo? Quizá todo se habría solucionado si alguien le hubiera enviado a Gadafi una carta pidiéndole por favor, por favorcito, que no mate gente, que eso no se hace. Se le adjunta un DVD sobre la vida de la ballena azul, un pack con la primera temporada de Heidi, y asunto arreglado. ¿No habría funcionado?

Quiero pensar que esta gente que lleva una flor de brillantes colores en el bolsillo de la camisa y unas pocas hojas incandescentes en la boca, no sabe muy bien de lo que habla. Imagino que, muy equivocadamente, piensan que Libia era un remanso de paz y armonía hasta que llegaron los avariciosos occidentales para matarles y llevarse el petróleo. Quiero suponer que no están apoyando a Gadafi.
En definitiva, si se interviene en una guerra para, en la medida de lo posible, salvar vidas, yo digo: Sí a la guerra.

viernes, 18 de marzo de 2011

Agitadores.


Hay ciertos momentos en los que una se siente orgullosa de la especie a la que pertenece. No por méritos propios, por cierto. Más bien por vergüenza ajena. Vergüenza y tristeza.

Acontecimientos recientes revelan un oscuro secreto que la humanidad guarda bajo llave, disfrazado con palabras falsas, desidia distraída y disimulos varios. El secreto de la oportunidad. Cualquier hecho que ocurra puede (debe de) ser aprovechado para el propio beneficio, sea éste material o moral. Un beneficio que está por encima de valores tan supuestamente elevados como el respeto, la libertad o la vida misma.
Bueno, no estoy haciendo un gran descubrimiento, solo que ahora se hace tan evidente que uno siente que la vergüenza ha sido arrinconada en la mente de las personas.

Sin duda estaréis al día de lo ocurrido en Japón. Una catástrofe terrible. Casi indefinible. Y sin embargo, ¿a qué se dedica el resto del mundo? ¿A ayudar? ¿A apoyar? ¿A dar consejos? ¿A dar ánimos? No. A crear alarma. A criticar. A dar el golpe de gracia. Primero, el terremoto. Luego, el maremoto. Después, los problemas con la central nuclear. Y por último, el resto del mundo.
Mientras ellos se esmeran con todas sus fuerzas para solucionar sus problemas, el resto se dedica a especular, a esgrimir palabras que sugieran muerte o destrucción y sobretodo a jugar a ver quien se acerca más al nivel de desastre adecuado para definir la situación (como si fuera "el precio justo”. ¿Os acordáis del concurso?).
Que los japoneses no hayan pedido ayuda no quiere decir que tengamos carta blanca para jugar con ellos desde nuestros pedestales. Creo yo, vamos.
A todo esto, los franceses parecen haber encontrado la oportunidad para reivindicar una especie de estúpido orgullo que está del todo fuera de lugar. Los rusos (que tantas razones tienen para permanecer callados en este tema) parecen haber encontrado una oportunidad para desquitarse de fantasmas del pasado, como diciéndole al resto del mundo: mirad, no somos los únicos. Algunos representantes europeos de alto nivel que han conseguido hacerse un nombre con declaraciones de muy dudoso gusto... la lista es interminable. ¿A dónde ha ido a parar la solidaridad?

Los estadounidenses han encontrado la oportunidad para crear histeria colectiva y vender fármacos contra la radioactividad. Pero no a los japoneses, que parece que son los únicos que han conservado la cordura. Sino a los propios estadounidenses. Que se encuentran a diez mil kilómetros. Diez mil.
Por último, los medios de comunicación han encontrado una oportunidad para crear alarma y asegurarse una buena cuota de audiencia durante días o semanas. Filtran y eligen cuidadosamente con el fin de crear un estado de ánimo cercano al terror y de generar debates que nadie ha reclamado. No están interesados en informar, desde luego. ¿Dónde está el sentido de la responsabilidad?

Cuando la gente haya tomado la decisión de no pisar la parte del globo comprendida entre Mongolia y Tejas, y cuando no se atrevan a comer pescado procedente del Pacífico (los reactores han sido enfriados con agua del mar), y cuando miren hacia el cielo en busca de una nube con una sospechosa tonalidad fluorescente... ¿quién va a decirles que todo era un montaje, que han estado... exagerando un poquito?
Da igual. Al fin y al cabo, no les importa. Una vez se sientan libres de la radiación, acabarán de fumarse los siete u ocho cigarrillos del día (cuyos efectos incomprensiblemente no les preocupan) y de paso harán ver que en Líbia no está pasando nada; no vaya a ser que suba más el precio de la gasolina.

lunes, 7 de marzo de 2011

Mercenarios.

Este artículo llega tarde. Era una ofensiva en toda regla contra el invencible OT, un desesperado intento de hacer ver la aberración que supone ese inefable programa de televisión. Afortunadamente, parece que la humanidad va entrando en razón, pues por fin ha fracasado rotundamente.

No es de extrañar si tenemos en cuenta que el programa se basa en ciertas concepciones erróneas. Terriblemente erróneas. Os recuerdo que la cosa va de cantantes. Bien, pues ahí está el problema fundamental, que lo que se entiende por cantante no tiene mucho que ver con lo que el programa trata de vendernos.
Para empezar, un cantante no es un jovenzuelo de dientes alineados cuya cantidad de feromonas por centímetro cuadrado sobrepasa con mucho la media nacional. Y no es el único requisito. Para entrar en el programa, debías cumplir otros diversos parámetros:
 Tener la certeza de que uno ha nacido para “esto” y haber dedicado tu pasado por entero a la consecución del sueño de ser cantante. O, en su defecto, decirlo hasta la saciedad.
 Ser atractivo. A menos que el número de elementos atractivos esté copado; siempre se puede ser el elemento divergente.
 Poseer el instinto ineludible de correr alocadamente por el plató, cual grácil gacela, cuando el jurado de turno confirme que se sigue en la academia.
 Llorar irremediablemente todas y cada una de las veces que se entre en contacto con los padres (probablemente cuando se oigan los inevitables “sé tu mismo” o “sé como tu eres”).
 Cantar de forma y manera que, sea cual sea la canción, se sucedan los gorgoritos sin sentido y las molestas florituras innecesarias. Como resultado final, un espectador atento (no adolescente) puede apreciar con claridad cómo el supuesto cantante no está pensando en lo que significa la canción y en lo que quiere transmitir, sino en “qué bien lo hago”, “ya verás ahora cuando que grito voy a pegar, se van a quedar todos muertos”.
 Querer mucho a tus compañeros. Y a tus profesores. Y a el/la presentador/a. Y a los maquilladores. Y al público. Y a la gente que vota. A todo ser viviente, en general.
 Sufrir diversos espasmos musculares mientras se canta una canción, causantes de apretones de mandíbula, de apretones de puños y de miradas que sugieren en todo momento que pretendes acostarse con el señor que maneja la cámara.

Bueno, la lista es muy larga, no quiero aburrir.
Luego, una vez salgan de la academia, sacarán un disco lleno de canciones clonadas, (versiones de verdaderos cantantes) o letras sobre féminas fatales que odian a los hombres por encima de todas las cosas, mientras (en los videoclips) se tocan y se dejan tocar por ellos en partes muy concretas de su cuerpo.

Yo pensaba que un cantante era otra cosa. Pensaba que se trataba de un artista, alguien que escribía para transmitir un sentimiento determinado, o una sensación propia, o simplemente explicar una historia. Pensaba que era alguien que componía, que era capaz de crear un estilo propio (en cuanto a contenidos, ritmos, melodías, etc), de elaborar discos con una personalidad definida.
Por lo visto, no es así. Un buen cantante simplemente es alguien que canta bien. Apliquemos este principio a otros supuestos artes. Pensemos en la danza. ¿Un buen bailarín es aquel que es capaz de transmitir con sus movimientos unas sensaciones determinadas o bien es aquel que es capaz de ejecutar una complicada maniobra con soltura? ¿Quién es el artista en el mundo de la arquitectura? ¿El que planea y diseña un edificio extraordinario o aquel que lo construye? ¿Estamos confundiendo artistas con ejecutores?
Quizá la culpa no sea por entero de Operación Triunfo. Ellos, al igual que las señoritas menores de edad, piensan que un señor que berrea las canciones de otros con mayor o menor gracia, es un cantante, un elemento digno de ser idolatrado. Como decía, quizá la culpa no sea de ellos. Y es que el mundo de la música ya era una estafa en sí mismo. Lo era cuando un cantante vendía una canción para ser cantada por otro. Lo era cuando un cantante no era más que un mercenario que compraba las canciones a otros.
¿Por qué no lo hicieron bien desde un principio? ¿No podría haber hecho una academia en la que cada concursante (de edad y atractivo variable) compitiera con los demás no solo cantando sino también componiendo, mezclando y definiendo un estilo propio?

En fin. Se acabó pasar las noches viendo a esos pobres chavales que se creen que son cantantes y que por extensión merecen pasar el resto de sus vidas viviendo en Miami. Posiblemente sea exactamente eso con lo que han estado soñando desde que eran críos, con que sacarían (comprarían) un disco cada cuatro años y pasarían el resto del tiempo montados en limusinas y jets privados.

Maldito tornillo.

El otro día volvió a pasar. Es algo que mi anfitrión ya no puede aguantar como antes; supongo que el paso del tiempo te va minando la capacidad de aguante y te consume la paciencia a partes iguales. Aunque muchas veces no me preocupa demasiado lo que le ocurra a éste sobre cuya pestaña me sustento, tengo que reconocer que a menudo entiendo sus cabreos.

El caso es que vino un señor a decirle que no quería pagar una factura. Los motivos iban fluctuando a medida que se desarrollaba la conversación; en un principio el motivo era el precio de la hora, luego la cantidad de horas y por último el valor del trabajo realizado. ¿Quién era este señor para valorar el trabajo? Incluso le puso precio él mismo. Te pagaré esto y ya está, decía frente a los incrédulos ojos de quienes le mirábamos. Si solamente has cambiado un ventilador, decía. Poco a poco, las personas allí presentes empezaron a sonreír, previo paso a repetir la misma retahíla de siempre ¿Si ya sabías lo que le pasaba, para qué me lo trajiste? ¿Si tan poco cuesta arreglarlo, porqué no lo arreglaste tú?
Se dice que lo importante no es quitar el tornillo, sino saber cual es el tornillo que hay que quitar. Pero la gente urde tramas dignas de guión cinematográfico con tal de que les averigües cual es ese tornillo y luego te dicen que para quitarlo ya lo habrían podido hacer ellos mismos.
Que curioso, verdad. Si un médico es capaz de diagnosticarte en un minuto y de curarte en cinco, entonces se trata de una eminencia, de un médico genial. Si un técnico repara tu ordenador en diez minutos, es un estafador.
Probablemente el caso del médico se explica porque no hay dinero de por medio. La gente solo es capaz de pagar (valorar) un trabajo cuando hay un esfuerzo físico evidente relacionado con el mismo. En otras circunstancias aparece el racaneo, la desvergüenza y la acusación injustificada de abuso o de estafa.
Por lo que veo, muchas veces no queda otro remedio que hacer el papelón para justificar un trabajo que ya está justificado. Hay que simular que el problema es más complicado de lo que parece, o que para quitar un tornillo hay que dejar la máquina en pelotas. En cuyo caso, se acusa al técnico de engañar a la gente.
He aquí el dilema. ¿Se ha de engañar a los clientes o se ha de sufrir por cobrar un trabajo bien hecho? ¿Hay que dejar que los clientes se sientan estafados, o hay que que estafarlos realmente (en cuyo caso no se sienten estafados)?

Como siempre, intento hacer extensibles los comportamientos humanos a las diversas circunstancias en las que se encuentran. Imaginemos que uno va a un restaurante y que luego no quiere pagar. El abanico de argumentaciones podría ser enorme. Del tipo: la berenjena rellena no estaba tan buena, me sale mejor en casa, o sea que te voy a pagar 2€ por ella. O bien: ya me pasaré a pagar si veo que la comida me ha sentado bien. Pero bueno, esto último ya es otro tema.

Compañero de piso.

He vuelto. Todo el mundo tiene derecho a un pequeño descanso, pero una no puede permanecer demasiado tiempo callada, no cuando esta realidad que nos rodea se hace espesa, borrosa e irritante. De modo que, tras un breve lapso en silencio, vuelvo a escribir mis infumables textos.

Y empiezo lamentándome de lo poco que se nos quiere. Con el poco trabajo que damos. Estamos viviendo tranquilamente entre los pelitos, sin que nadie nos vea, comiendo un poco de sangre y ya está. No hacemos ruido, no rayamos los muebles, no babeamos. No olemos a pelo raído. Y no tienen que recogernos la mierda. Sin embargo, los humanos prefieren rodearse de perros. Qué increíble injusticia. La necedad del ser humano no tiene parangón.
Además, es un hecho creciente. Hay días que contemplo horrorizada como las personas ya no caminan solas por las calles, ni siquiera acompañadas por miembros de su propia especie. Sino por perros. Solamente por perros. No se ve a nadie caminando solo. No se ve a nadie caminando junto a otra persona. Solo el binomio inevitable: un perro y un humano equipado con su bolsita de mierda.
¿Por qué los prefieren? ¿Porque son tontos? ¿Porque hacen caso de todo lo que se les dice, independientemente de lo que a ellos les vaya bien? No soporto la idea. Los humanos en su ansia infinita de comodidad y egocentrismo solamente consienten rodearse de criaturas fieles que les idolatren y les obedezcan de forma obcecada e indiscutible. Aunque ello implique que tienen que recogerle la mierda todos y cada uno de los días de su vida (en su punto álgido de calor y olor, por cierto).
Da igual que vivas en un piso minúsculo y que tu perro pese cuarenta quilos. Da igual que tu sofá esté lleno de pelos, o que el edificio entero despida un desagradable olor a pelo nada más abrir la puerta de la entrada. Da igual que los demás tengan que aguantar ladridos nacidos del capricho o de la histeria de una criatura irascible y violenta por naturaleza. Porque a los humanos se les puede engañar, diciéndoles que el perro pertenece a la raza “tranquilo_que_no_hace_nada”, pero yo sé que no es así. El que no muerde te babea. O te ladra. O intenta follarte.
Y sin embargo todo el mundo tiene uno o lo quiere tener.
A veces da la impresión de que el género humano ya ni siquiera cree en sí mismo. A veces pienso que hay más personas viviendo con perros que viviendo con una persona. En definitiva. El perro ya no es el mejor amigo del hombre, es el mejor compañero de piso.