viernes, 11 de junio de 2010

Payasos.

¿Por qué la gente gesticula innecesariamente?
¿Cuántas veces habréis visto a alguien charlando animosamente por el móvil, con una mano pegada a la oreja y con la otra ejecutando lo que parece "el calentamiento antes de una sesión de natación sincronizada"? ¿Estarán todos ellos hablando con Gemma Mengual? ¿Se les habrá metido una araña entre la espalda y la ropa?
¿Y los conductores? ¿Cuántas veces habréis visto (desde una distancia prudencial, o no) que lo que debería ser la sombra de una prudente cabecita que se adivina tras el respaldo, en realidad es un malabarista de naranjas?
Una cosa es que vayas canturreando una canción, o que mires a la persona que tienes en el asiento del copiloto un momentito, pero a ver, no hace falta mirarla constantemente, ni hacer gestos sin parar con una mano, o hasta con las dos. ¡Que ya te oye, tío, ya te oye!
(Curiosamente el copiloto, que no tiene porqué contener su movilidad, bien podría ser un coco atado al reposa-cabezas.)
Los interrogantes me atosigan sin parar. No sé cual será la respuesta. ¿Epilepsia leve y localizada? ¿Eran hiperactivos de pequeños y todavía necesitan moverse sin parar? ¿No han tenido tiempo de ir al gimnasio?

¿Será que cuanto menos puedes moverte más lo necesitas? Los humanos sois así de caprichosos. Basta con tener las manos manchadas con algo, o con coger un peso con ambas manos, y os empieza a picar la nariz (ante tal situación, por cierto, hacéis unas muecas que en mi precaria situación son bastante molestas).

Mientras busco la respuesta (a modo de experimento) he comenzado a recitar esto que escribo al tiempo que muevo dos de mis patas. Las dos de delante, que de las seis que tengo son las que menos me sirven para sujetarme. Pero me siento tan pava… pese a estar sola aquí arriba, miro a un lado y al otro y devuelvo las patitas a su sitio, disimulando el rubor.

miércoles, 2 de junio de 2010

La frase de moda.

Ya llevo un tiempo viendo la tele con asiduidad; concretamente, cada vez que lo hace mi anfitrión (es el inconveniente de vivir aferrado a una pestaña: o ves lo mismo que él o te pones de culos).
Hasta hace poco tenía la teoría de que para ser tertuliano en los debates bastaba con tener una opinión inamovible, más un cierto carácter gallináceo (no por lo cobarde, más bien en el sentido de “qué placer siento aleteando y cacareando delante de estas inocentes criaturas que no paran de decir sandeces). O eso, o tener una carrera musical de dudoso éxito y haber presentado algún que otro programa con tintes culturales, pero eso más bien es la excepción.
También se valoraba mucho un cierto grado de contagio de actitud, algo que es muy común en el mundo animal: ese comportamiento gregario que te lleva a imitar instintivamente a tu semejante, aunque no sepas muy bien lo que está pasando. Del mismo modo que una oveja se asusta cuando ve que otra está aterrada, el tertuliano se altera en cuanto uno de sus semejantes comienza a alzar la voz, de modo que en cuestión de pocos segundos están todos gritando para sí mismos, alzando las barbillas e incluso haciendo gestos teatrales.

Lo que me llama la atención es que las cosas están cambiando. Están volviendo los debates “serios”, las tertulias de gentes aparentemente civilizadas, sin los genes gallináceos u ovejiles tan solicitados antaño (aunque es probable que sean portadores recesivos de éstos).
Ahora lo que está de moda es ir bien vestido, permanecer inerte en el asiento y aparentar que escuchas atentamente a los demás. Y, sobretodo, hacer gala de esa frase tan pomposa y que tanta rabia da, esa frase a la que suelen recurrir señores de ropajes grisáceos y papada generosa: niego la mayor.
¿No da rabia? Yo cada vez que la oigo me agarro al pelo con tanta fuerza que cualquier día lo voy a crujir.
Niego la mayor. Niego la mayor. Es una frase con la que se dicen tantas cosas en un santiamén:
- Digas lo que digas, no es verdad (por supuesto).
- Que bien quedo cada vez que lo digo. Cómo se nota que he estudiado en un colegio del OPUS. Voy a recostarme sobre el respaldo y a levantar una ceja.
- ¿Qué será un silogismo? Me suena de algo, pero…

Por desgracia, las seis patas las necesito para asirme a la pestaña, de modo que no puedo taparme los oídos y dejar de oír. En estos casos, incluso hecho de menos los contagios ovejiles.

martes, 1 de junio de 2010

Protección de la progenie.

El otro día me estuve fijando en cómo las madres humanas llevan a sus crías al colegio, y me quedé con una sensación extraña. Definitivamente, hay algo que escapa a mi entendimiento en este asunto.
Por alguna razón que desconozco parece ser que se trata de una actividad que entraña cierto peligro, cosa que deduzco por el perpetuo rostro de preocupación de las madres y por el extraño modo en el que actúan. Para empezar, se hace necesario acudir al lugar con un vehículo de tracción a las cuatro ruedas, a ser posible de medidas estratosféricas. También parece un indispensable detener el vehículo justo frente a la puerta del colegio (quiero decir que no basta con estar detenido a un coche de distancia para dejar al niño, sino que hay que esperar a que la primera de la cola termine el desembarco para luego colocarse en la puerta e iniciar el propio). El proceso que sigue es el siguiente: la madre baja del tanque como imbuida por una extraña agitación que alguien podría confundir con la “prisa”. Se dirige a la puerta trasera para abrirle la puerta a la cría, quien no parece ni dispuesta ni capaz de abrir la puerta por sí sola, y comienza a desencadenarlo del asiento. Luego, la acompaña hasta el suelo (este punto tiene cierta lógica si tenemos en cuenta que, por sí sola, la cría necesitaría de una escalera para bajar de semejante vehículo). Una vez en el suelo, la madre escruta en las oscuras profundidades de la parte trasera del coche, por si el retoño se ha dejado algo de vital importancia, y comienza una especie de ritual inevitable que consiste en:
1- Ponerse de cuclillas para colocar convenientemente las asas de la cartera en los hombros del niño.
2- Mirar dentro de la cartera para asegurarse de que tendrá suficientes alimentos como para mantener su nivel de colesterol por las nubes.
3- Hablarle como si tuviera dos años menos y darle un mínimo de tres besos, que el niño suele recibir con resignación.
4- Cuando el niño empiece a irse, llamarle de nuevo para recordarle algo muy importante para ella, pero que para el niño no parece serlo en absoluto.
5- Permanecer inerte hasta que el niño desaparece de su campo visual, momento que suele coincidir con la entrada de éste en el edificio. Hasta ese instante, mantener un rictus facial como el de alguien que observara con impotencia el recorrido de un jarrón arrojado desde un tercero.
6- Tras un par de segundos de vacilación, dirigirse hacia la puerta del conductor, pero antes dirigir una fría mirada hacia la imponente cola que ha ocasionado su ritual (diario). En ese momento suele ocurrir que la progenitora aparente no ver nada, o bien que mantenga una actitud cuasi hostil, nacida de una especie de espíritu de competencia bastante difícil de definir.
Seguiré investigando dónde se ocultan éstos peligros que no logro adivinar. Aunque quizá tenga algo que ver con la lluvia, pues el mal tiempo acrecienta éste tipo de conductas y las exagera hasta lo ridículo. En cualquier casi, empiezo a plantearme que quizá no se vive tan mal colgado de una triste pestaña.